viernes, junio 12, 2009

32.

LA TRADUCCIÓN (fragmento del
Viaje sentimental por Francia e Italia
)


Sólo había un viejo y cortés oficial francés en mi palco. Tengo estima a la clase militar, no sólo porque honro a los hombres que encuentran ocasión de perfeccionar sus costumbres en un oficio que frecuentemente empeora a los malos, sino también porque en otro tiempo conocí a uno..., ya no existe. Pero ¿por qué no he de salvar una página del olvido, escribiendo en ella su nombre, y diciendo al mundo que se llamaba Tobías Shandy, el más querido entre mis amigos, y cuya filantropía no puedo evocar, a pesar del tiempo que nos divide, sin que se me arrasen de lágrimas los ojos? En recuerdo suyo, conservo este afecto especial para todos los veteranos. Me levanté, pasé las dos hileras de bancos que me separaban de él, y me fui a sentar al lado del oficial.
El viejecito, con las gafas puestas, se encontraba leyendo un pequeño folleto, que podía ser el libreto de la ópera. En cuanto me senté, él se quitó las gafas, las guardó en un estuche de piel, y se metió el estuche con el folleto en el bolsillo. Yo, levantándome un poco, le hice un discreto saludo.
La actitud del viejecito quería decir:
"He aquí que llega al palco un extranjero que no parece conocer a nadie y que seguramente no conocería a nadie aunque se quedara durante siete años entre nosotros, si nosotros nos empeñamos en conservar puestas las gafas de leer cada vez que él se nos acerque: esto equivaldría a darle en las narices con la puerta de la conversación. Sería tratarle peor que si fuera alemán."
Si en lugar de pensar lo que antecede, lo hubiera dicho en alta voz, en vez de inclinarme, le hubiera dicho que su bondad me obligaba mucho, y que lo agradecía muchísimo.
El mejor secreto para adelantar en la sociabilidad es el dominio de este medio de comunicación, y la pericia en comprender y devolver miradas e insinuaciones, traduciendo en palabras todo su sentido y alcance. Por mi parte, y merced a un largo hábito, lo hago ya tan sin darme cuenta que, cuando voy por una calle de Londres, traduzco, por decirlo así, todo lo que pasa, y a veces he estado en el círculo sin oír cambiar dos palabras, y me he formulado interiormente más de veinte diálogos distintos, que escribiría e incluso juraría que eran reales.
Voy a contar ahora lo que me ocurrió una noche en Milán al ir a escuchar un concierto de Martini. Al entrar en la sala, casi tropecé con la marquesita de F., que salía precipitadamente. Tuve que dar un salto para evitar el choque y dejarla pasar. Pero ella hizo lo mismo, y para el mismo lado que yo, de modo que nuestras cabezas chocaron levemente. Entonces ella se echó al otro lado, pero yo tan desdichado como ella salté también para allá, y volví a obstruirle el paso, muy a pesar mío. Y vuelta a saltar los dos para acá... En fin, una escena ridiculísima. Ambos nos sonrojamos hasta la raíz del cabello. Hasta que, por fin, hice lo que debí haber hecho desde el principio, quedarme inmóvil, y entonces la marquesita pudo salir sin obstáculo. No me atreví a entrar en la sala sin ofrecerle, al menos, la reparación de detenerme un instante a verla hasta perderla por los pasillos. Ella se volvió dos veces; después se adelantó hacia la escalera y se quedó pegada a la pared, como para dejar paso al que bajara y evitar otra escena semejante a la que se había producido conmigo.
---No he acertado en la interpretación ---me dije---; no he traducido bien. La marquesita tiene derecho a mis disculpas expresas y claras, y se hace a un lado para dar lugar esperando que yo me acerque a ella.
Fui hacia ella y le pedí disculpas por la molestia que acababa de causarle, asegurándole que mi intención había sido dejarle el paso franco. Ella me dijo que, por su parte, lo mismo había querido hacer; de modo que los dos nos dimos las gracias mutuamente. A esto, la marquesa estaba ya al término de la escalera, y viendo yo que ningún escudero se le acercaba, le rogué que me permitiera acompañarla al coche. Bajamos juntos; a cada tres peldaños nos deteníamos a comentar el concierto y nuestra aventura. Ya dentro del coche, le dije:
---Señora, debo decirle que por lo menos intenté dejarla salir seis veces.
---Y yo otras tantas le dejé entrar.
---Y plegue al cielo ---añadí--- que lo intentara usted una séptima.
---Con mucho gusto ---dijo ella haciéndome lugar.
La vida es demasiado breve para perder el tiempo en fórmulas de cortesía. Me metí en el coche sin vacilar, y me llevó a su casa. Y del concierto, Santa Cecilia ---que, sin duda, estaba presente--- sabrá lo que pasó: yo no me enteré.
Me falta añadir que nada me fue tan grato durante mi viaje a Itali que ésta, debida, sin duda, a una traducción acertada.


Laurence Sterne (1713-1768)

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